Transparencia

Si la libertad fue el mito hasta los años 70, la transparencia se convierte en el mito emblemático del cambio de siglo. Junto al crecimiento explosivo del mundo de los medios de comunicación y el fortalecimiento de las democracias, la exigencia por "saber todo de todos" sube como la espuma. Casi nos encontramos en un gran "reality show", en que hasta los suspiros se trasforman en materia de escrutinio público. Ya no hay lugar para errores. Parece casi cumplimiento laico de un anuncio bíblico: "No hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz" (Lc 8,17).

| Padre Hugo Tagle (Chile) Padre Hugo Tagle (Chile)

Si la libertad fue el mito hasta los años 70, la transparencia se convierte en el mito emblemático del cambio de siglo. Junto al crecimiento explosivo del mundo de los medios de comunicación y el fortalecimiento de las democracias, la exigencia por "saber todo de todos" sube como la espuma. Casi nos encontramos en un gran "reality show", en que hasta los suspiros se trasforman en materia de escrutinio público. Ya no hay lugar para errores. Parece casi cumplimiento laico de un anuncio bíblico: "No hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz" (Lc 8,17).

Tiene su lado amable este fenómeno. Las democracias se fortalecen y brota con ello una mayor exigencia a los representantes públicos. Hoy, cada persona debe estar dispuesto a dar "pruebas de blancura" para entrar al aréopago ciudadano. Lo que hoy la opinión pública castiga es "que se oculten cosas". Más que el error en sí, es la careta de falsa virtud lo que exaspera. Hasta ahí, dificil cuestionar una corriente de exigencias de virtud y rectitud que trae buenas consecuencias.

Pero no todo es color de rosas en esta exigencia a ratos desmedida. Lo que pareciera ser tendencia juega en contra del mismo entramado social si se vuelve en una caza de brujas y exigencia de una pulcritud casi desproporcionada e irreal. Un desvelamiento total, como el que propician los medios de comunicación, provoca más recelos, desconfianzas, que paz social.

Es legítima una exigencia de virtud y probidad en el campo ciudadano. Las democracias crecen más solidas si cuentan con representantes probos e incuestionables tanto en lo público como en la esfera privada. Pero un moralismo excesivo puede ser peligroso a la larga.

El Rey de España supo pedir perdón por su error. Otras personalidades también han sabido disculparse. Ahora el desafío es para esa opinión pública escrutadora que también sepa perdonar y no sacar en cara cada error cometido. Nos enfrentamos al reto de una época de mayor transparencia pero a su vez de manipulación de la verdad más fácil y, por lo mismo, peligroso. Habrá que dar con el punto exacto de qué conviene mostrar y qué no es necesario. "Desenmascarar" la mentira será una necesidad cada vez mayor para construir sociedades más solidas. Pero la misma tendencia exige un cultivo del perdón ante el error, la consideración de la fragilidad del otro y el derecho a tropiezo, sobre todo cuando existe una voluntad decidida de enmienda. Exagerar el error o la fijación obsesiva en la mancha del mantel puede llevar igualmente a debilitar el entramado social.

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